La conspiración de las mercerías. Capítulo primero.

LUGARES DONDE PUEDE CONSEGUIR LA NOVELA.


1. Editorial Círculo Rojo - en internet-. La hay en versión digital y en papel.
2. El Corte Inglés (hay que encargarla).
3. Librería "El duende", en La Cabrera, junto al Ayuntamiento.
4. Librería "Copial", en Soto del Real, carretera de Manzanares.



Venganza en la mercería.



Estoy resfriado, cansado, abatido y enfadado con casi todo el mundo. Hoy no tengo ganas de ironías ni voy a utilizar ese sentido del humor del que me vanaglorio. Este artículo intenta ser profundo y basado en datos bien contrastados.
Mi nombre es Ildefonso Lendínez. Acabo de cumplir cincuenta años. Actualmente no me dedico a nada. Tengo tiempo libre y esto hace que me aburra y me dedique a asuntos que no agradan a todo el mundo.
Hace cierto tiempo que mi mujer estaba disgustada conmigo. No sé si se trataba de que sospechaba que estaba liado con todas las novicias del convento cercano o bien era que me  había pillado en el salón con las botas llenas de barro. Por una cosa o por otra, me la tenía jurada. Como es inteligente no montó un número sino que esperó la situación propicia para vengarse.
Llegó el momento y, fríamente, sin compasión me dijo: "Vete a la mercería y compra una cremallera de quince centímetros". Me quedé sin palabras, pálido, culpable, descompuesto. No tenía capacidad de respuesta. Llovía.
Entré en la mercería. Sobre mi cabeza, una campanita hizo tilín. En el local había una única cliente. Señora mayor, bajita, con gafas anticuadas y sucias, permanente en un escaso pelo y tinte de color... morado. Una sola cliente, esto iba a ser fácil. Al otro lado del mostrador se encontraba el mercero. No era muy bajo, pero lo parecía. Creo que se encorvaba para disimular su estatura real. Aspecto anticuado. Daba la sensación de que acaba de salir de la trastienda de ver el un, dos, tres de Kiko Ledgar. Algo desentonaba en este hombre. En un primer momento no supe lo que era.
La cliente del pendón de Castilla en la cabeza, había pedido algo o había pedido todo. Nunca lo sabré. El mercero sacaba una caja detrás de otra sin inmutarse, con una sonrisa tan permanente que llegué a creer que era una pegatina. La de las gafas sucias extendía las prendas y cuando decía que no, el mercero las doblaba cuidadosamente, sonriente, y las volvía a meter en las aplanadas cajas. Después de dos horas del juego de abrir cajas, mi mujer se estaba vengando más allá de lo humano, la cliente bajita se despidió sin comprar nada. La pegatina del mercero no cambió de expresión. Fue recogiendo y colocando en los estantes todo lo que la vieja le había hecho sacar. Después me miró, sentí que las comisuras de la boca intentaban perder la sonrisa, pero el hombre estaba bien entrenado y pudo controlar el acto reflejo. Me preguntó qué quería. "Una cremallera de quince centímetros". Me miró como si hubiera dicho: "Esto es un atraco". Una cremallera de quince centímetros, repetí. Pero había perdido la convicción. ¿Era una cremallera de quince centímetros o quince cremalleras de un centímetro? Sacó una caja. Ahora su expresión, sin duda, se había hecho más dura. Abrió la caja. Dentro estaban las cremalleras de quince centímetros. Pero de diferentes colores. Yo no sabía nada del color de la cremallera. El mercero al ver mi expresión de duda recuperó la sonrisa. Empezó a mostrarme los diferentes colores. Yo estaba mareado. Incluso me mostró "gamas preciosas" que por desgracia solo llegaban en cremalleras de dieciocho centímetros.
Una idea iluminó mi cabeza que poco a poco iba cayendo en el aturdimiento. Quiero una cremallera de cada color. Los ojos del mercero me taladraron como si me estuvieran llamando blasfemo. Cuando, asustado, dije que lo tenía que consultar con mi mujer y que volvería otro día, la cara del mercero se iluminó. Al fin, el blasfemo se había convertido. Aleluya. La venganza se había cumplido.
Al salir de la mercería y recuperar el aliento bajo la lluvia, supe lo que no cuadraba en el mercero. Llevaba unas gafas demasiado modernas.
Este suceso dio lugar al comienzo de la investigación de la que hablaré más adelante y que sacó a la luz los secretos más profundos de nuestra sociedad.


Capítulo primero.

 

I
Negra. La cremallera era negra. Si hubiera pensando un poco lo habría sabido pero nunca he estado tan desconcertado. Si mi mujer estaba arreglando una falda de color negro, lo natural es que la cremallera tuviese ese color. He notado que cuando me ha dicho que tenía que volver a la mercería ya se le había pasado el enfado. Ya sólo se trata de un asunto de amor propio. Por eso me vuelve a mandar. Pero en sus ojos he notado el brillo de la reconciliación.
Antes de lanzarme dentro de la mercería, miro a través del cristal del escaparate. Dentro no hay nadie. Ni siquiera está el mercero. La campana vuelve a hacer tilín. Por un momento miro hacia arriba para evaluar el mecanismo delatador. Cuando bajo la vista hacia el interior del local, ¡Dios santo!, la del pelo morado está frente al mercero haciéndole abrir el consabido sinfín de cajas. El mercero fugazmente me mira a través de sus modernas gafas. ¿Qué te creías?, parece decir con su efímera mirada. Atiende, sonriente, a la de las gafas sucias.
Intento recobrarme de la súbita aparición de la vieja y del mercero. Controlo la respiración y hago que la sangre vaya bajando de pulsaciones hasta llegar a un ritmo casi normal. Ahora estoy preparado. Aguanto estoicamente el desparrame de prendas sobre el mostrador. La señora bajita, que no da la sensación de percatarse de mi presencia, está mirando una serie de braguitas de una talla que hace siglos que ella no se ha puesto. Serán para su nieta, pienso... o no. Las braguitas aunque acaban de salir de las aplanadas cajas tienen, a mi entender, un aspecto manoseado como si pidieran a gritos una lavadora.
Se me ha ido el santo al cielo, porque, de repente, la vieja ha desaparecido. Enfrente tengo la mirada del mercero que me pregunta qué quiero. Esta vez no me pilla desprevenido. Le hago sacar un surtido de calcetines de hilo; después, varias decenas de bobinas de hilo también y por último, con aspecto decepcionado por no encontrar lo que quiero, pido, como por casualidad, una cremallera de quince centímetros. De mala gana me pregunta por el color. La pido verde cinabrio. Por un momento noto el desconcierto del mercero. No tiene. Con tono de desánimo le digo que me la dé negra. Que ya me apañaré. Pago. Quince euros por una puñetera cremallera negra. Esto va a euro el centímetro, pienso. Me marcho haciendo sonar la campanilla.
Nada más salir a la calle miro por el cristal. La mercería está vacía. Se me ocurre volver a entrar para ver si aparece de repente la del pelo morado, pero me contengo. Entro en el bar de enfrente y, frente a una jarra de cerveza, empiezo a tomar notas. Aparición súbita de la vieja, gafas modernas, mercería vacía, ¿qué hay en la trastienda?... Un negocio que no es negocio ya que, exceptuando los quince euros que me han soplado, aquí no se vende absolutamente nada. Indudablemente, la mercería es la tapadera de algo, pero ¿de qué? Solo puede tratarse de algún tipo de conspiración. Sigo anotando, un sólo local no es suficiente para mi investigación. Tengo que hacer un estudio de campo más amplio. El camarero pone cara de sorna cuando le pido la quinta jarra. Me la bebo y me marcho.
Si hubiera sido más cauto no habría seguido investigando. Pero el destino de los hombres es el que es y todo condujo a que entrara en un mundo oscuro que me llevó a arriesgar la vida en varias ocasiones y sobre todo la cordura. Nunca hubiera podido imaginar lo que se escondía tras el misterio de las mercerías.

II

He estado buscando en internet diferentes mercerías. Ciento noventa y cinco resultados. Son demasiados. Cojo un mapa e intento hacer un muestreo en diferentes barrios. Esto me va a llevar tiempo. Teniendo en cuenta cómo está el tráfico y, sobre todo, el aparcamiento, calculo que puedo investigar dos mercerías por día. Una por la mañana y otra por la tarde. El tiempo de espera en cada mercería viene a ser de tres horas.
Mi idea es hacer una espiral por la comunidad de Madrid para terminar convergiendo en el centro. Allí parece ubicarse la mercería más importante. Empiezo por un pueblo relativamente cercano.
La mercería elegida parece totalmente distinta a la primera. Pero antes de entrar me fijo en ciertos detalles que parecen repetirse. De cualquier manera, no hay que dejarse engañar por los escaparates. Es dentro donde se cuece lo importante.
Cuando voy a cruzar la calle para entrar me fijo en que frente a la puerta hay un señor que no parece decidirse a  sumergirse en el mundo proceloso de las tiras bordadas, hilos, abalorios, fornituras, bolillos, braguitas, lencería en general, lanas y perlés al peso y mil cosas más. El hombre sigue dudando. Vuelve la cabeza hacia la izquierda. El siguiente local es un bufete de abogados. El hombre parece dirigirse ahora al bufete. Se detiene. Vuelve a la mercería. Está a punto de empujar la puerta. Da un paso atrás y, tras proferir una exclamación que no llego a entender, se dirige decididamente al bufete de abogados y entra. Anoto en la libreta: "un hombre de mediana edad ante el dilema de divorcio o cremallera de quince centímetros, tras dudar repetidas veces, se decide por el divorcio. Está claro que este hombre tiene un carácter tranquilo y no quiere complicaciones". Cierro la libreta y sin duda alguna entro en la mercería. Quedamos pocos héroes pienso cuando sobre mi cabeza suena un tilín que me resulta familiar.
Hay una sola cliente. Arqueo la ceja izquierda. Ya me lo esperaba. Se trata de una señora bastante mayor, bajita, con unas gafas que hasta podrían ser del mismo modelo que las de la señora que ya conozco, su pelo no es morado sino azulado. Azulado con unas interesantes irisaciones hacia el magenta. Enfrente está el mercero su sonrisa es idéntica a la del primer mercero. Sus gafas... también son muy modernas. Igual que las otras tienen algo especial. No consigo saber qué.
Tras las dos horas de la consabida espera. Me preguntan qué quiero. Esta vez estoy preparado. Entretengo al mercero pidiendo productos de los que me informado en la red y que ni siquiera sabía que existían. Mientras tanto voy haciendo una evaluación del local, del mercero y sobre todo intento fisgar a través de una cortina qué es lo que hay en la trastienda. Me marcho sin comprar nada. No voy a dejar que soplen quince euros por una cremallera. El mercero me despide con su sonrisa estandar.
Me siento en el bar de enfrente a tomar notas. Lo primero que escribo es: "Siempre hay un bar enfrente". Me he centrado tanto en la escritura que sin darme cuenta he encendido la pipa. Un grito desgarrador ha inundado el bar. Levanto la vista y veo a una madre aterrada intentando cubrir la cara a su bebé con un zapato de tacón como si fuera una mascarilla, en la barra un camarero muy joven se tapa la boca con una servilleta. El dueño del local me echa a la calle, después de pagar, con muy malas formas. Cuando estamos en la acera me dice en voz muy baja: "disculpe usted, pero no me queda más remedio. Ya he perdido dos negocios". Me marcho sin decir nada pero comprendiendo al hombre.
Echo la vista hacia atrás y en el escaparate de la mercería descubro la sonrisa del mercero. Una sonrisa que hace que un escalofrío me recorra la espalda.

III

Llevo estudiadas treinta y siete mercerías. En tres de ellas se repite el mismo patrón. Mercero con sonrisa estandar, señora mayor, bajita, con gafas sucias, el pelo varía de unas a otras yendo desde un morado profundo a un rosa pálido, cajas planas con braguitas y otros productos con aspecto manoseado, campanilla en la puerta, trastienda imposible de fisgar. Aparte de esto no he descubierto absolutamente nada.
Mientras estoy escribiendo esto en la mesa de un bar de enfrente, noto un aliento sobre mi hombro. Me quedo paralizado de terror. No me atrevo a volver la cabeza porque espero la sonrisa congelada del mercero o, lo que es peor, las gafas sucias de la vieja.

- Está bien, pero no has apuntado la disposición de las cajas – Es una voz muy joven la que ha pronunciado estas palabras. Me vuelvo y detrás de mí hay una chiquilla de unos quince años, uniforme de colegio, que mordisquea un lapicero Junior.
- ¿Las cajas? – Pregunto tontamente, cuando en realidad lo que quiero preguntar es ¿y a ti que te importa? ¿Pero tú quién eres? ¿Qué narices pintas investigando las mercerías? ¿Por qué no estás en el colegio? ¿Quién diseñó el uniforme que llevas porque manda narices...? Pero me limito a eso, a decir ¿las cajas?

Ella, con un desparpajo que me parece inadecuado, se sienta enfrente de mí y pide una cocacola, diciendo de paso ¿me invitas no?, y luego empieza a hacer su exposición como si estuviera diciendo de memoria la lección.
- Cada mercería tiene el mismo patrón de colocación de cajas. Dependiendo del día de la semana algunas cajas varían de sitio. Tras la visita de la vieja del pelo de colores, el mercero hace una nueva ordenación de las cajas clave y después, si no hay un cliente molesto como tú, se mete en la trastienda. Pero lo que hace ahí no he podido averiguarlo todavía.
- Pero, ¿me has estado siguiendo? – Pregunto más asustado que interesado.
- A ti, no, qué va. Sólo te he visto hoy. Me has llamado la atención porque eres el único hombre que ha entrado en la mercería sin dudar. Luego te has puesto a escribir aquí que no es un sitio demasiado discreto.
- ¿Por qué investigas las mercerías? – Digo, mientras echo una mirada a los clientes del bar. No quiero que me tomen por un corruptor de menores. Pero debemos dar todo el aspecto de un padre divorciado que pasa unas horas con su hija.
- ¿Por qué investigo? – Dice ella, y después de dar dos mordiscos al lapicero junior y de ventilarse la cocacola, sigue – Por necesidad, pero no te lo voy a contar. Eres muy raro y no me fío de ti.

Por lo que se ve, yo soy el raro. Pues anda que ella... lo que está claro es que la puñetera cría se ha dado cuenta de algo en lo que yo no había caído. El cambio de la disposición de las cajas puede ser un dato muy interesante. Incluso, puede tratarse de un lenguaje en clave. ¿Pero un lenguaje para quién? ¿Hay toda una red de personajes que se comunican a través de las cajas de lencería? Mientras pienso todo esto he permanecido callado mordisqueando la pipa, esta vez apagada, mientras la chica mordisquea su lapicero, apagado también.

- Me voy a fiar. – Dice de repente – Investigo las mercerías porque mi padre desapareció en una de ellas.
IV

La chiquilla desapareció igual que había aparecido. De repente. Dejándome, eso sí, la cuenta de cuatro cocacolas que no sé cuándo se había trasegado. Me marché del bar pensando en padres desaparecidos y en sujetadores de tira invisible. No dejaba de darle vueltas al asunto de la disposición de las cajas y a quién iba dirigido ese código secreto.
He decidido dar un giro a la investigación. Observar mercerías siguiendo un mapa en espiral sólo me conduce al centro de Madrid. Y en el centro está Pontejos. Pero Pontejos no puede estar dentro de la conspiración ya que este sí es un negocio de verdad. Ahí se dedican a vender de todo y venden sin parar. No pueden tener tiempo para conspiraciones ni para raptar padres. Descartado el estudio en espiral he decidido volver a la primera mercería por dos razones. La primera, porque allí empezó todo. La segunda, porque me pilla más cerca.
Mientras hojeo con descuido la carta del abogado de mi mujer que habla de no sé qué divorcio y de que he sido sorprendido con una señorita, espero con paciencia a que llegue la hora del cierre de la mercería. El local está casi siempre vacío, quitando una señora que ha entrado un momento y  ha salido indignada por el precio de unos botones, y dos señores que han merodeado por la puerta sin atreverse a entrar, no ha habido más clientes. A las ocho en punto se apagan las luces del interior. Sale el mercero. No lleva puesta la pegatina con sonrisa y casi parece un hombre normal. Echa el cierre. Va cargado con varias cajas planas. Apunto en la libreta: "Las cajas parecen pesar más de lo que se supone que deberían pesar si sólo estuvieran llenas de braguitas y de camisetas". El mercero mira a ambos lados de la calle, luego mira en mi dirección, es decir, al bar de enfrente. Ha sido buena idea disfrazarme de artesano alternativo porque así no puede reconocerme. El disfraz ha sido costoso. Sobre todo porque he tenido que estar varios días sin ducharme. El mercero sale caminando hacia la derecha. Le sigo a una distancia prudencial. Empieza a llover. Las rastas de mi peluca alternativa comienzan a empaparse lo que hace que me pese un montón la cabeza. El hombre llega a un cruce de calles y se detiene. Espero que no coja un coche porque el mío está casi sin gasolina y no podré seguirlo. A los pocos minutos se oye el rugido de un ciclomotor. Se trata de un mensajero. El mercero le da las cajas al chico que hay dentro del casco. Veo como se aleja el ciclomotor y cuando intento fijarme en el mercero descubro que ha desaparecido. La peluca me aplasta las cervicales con una tensión creciente. La lluvia recorre mi piel arrastrando a chorretones la suciedad que tanto me ha costado acumular. Vuelvo a casa pensando en un disfraz menos complicado y más limpio.
La casa está vacía. Mi mujer ha desaparecido. Intento tranquilizarme pensando en que todo se debe a ese maldito abogado y al asunto del divorcio. Pero luego surge en mi cerebro una duda que se va convirtiendo en alarma. ¿Habrán raptado los merceros a mi mujer? Un calambre me recorre el cuerpo cuando sobre la televisión veo, como único adorno, una cremallera negra de quince centímetros.

V

He buscado la carta del abogado de las narices. Por fin, la he encontrado arrugada entre las rastas del disfraz de artesano. Viene la dirección que es lo que me interesa. Cuando me planto en su despacho, el tío adopta una actitud irónica y despectiva hacia mí. Empieza a explicarme, como si fuera tonto, en qué consiste un divorcio. Le corto en seco.

- Te puedes acostar con todos tus libros de leyes si te da la gana. Lo único que me interesa es saber dónde está mi mujer – He puesto voz de detective para intimidarlo.

En un primer momento se queda sorprendido. Está claro que el tío no tiene ni idea de dónde ha ido a parar mi próxima ex-esposa. Luego vuelve a su perorata de leyes y procesos. También incluye una serie de amenazas intentando que yo me amilane. Cuando parece que va a entrar en éxtasis mezclando artículos legales con frases insultantes, decido noquearlo. Sin aviso previo por mi parte saco la pipa y la enciendo. Se queda pálido, desarmado, desvalido. Una cursi tosecita le impide decir nada. Me marcho dejando atrás, entre una nube de magnífico humo de Virginia,  los gritos de ¡seguridad, policía, anatema…! Bajo las escaleras observado por los vecinos que se han asomado a las puerta y por el portero que no duda en dirigirse al teléfono.
No sé qué hacer ni dónde empezar a buscar. Estoy seguro de que todo está relacionado con las mercerías. Algo me dice que los conspiradores han raptado a Lilí, mi mujer. Tengo que liberarla. Pero todavía no he recibido una carta ni una llamada de teléfono. Quizá deba recurrir a la policía. El problema puede ser que los merceros tengan infiltrados agentes dentro de las fuerzas del orden. Decido esperar. No creo que me tomen en serio por la desaparición de una persona adulta y, máxime, cuando hay un proceso de divorcio por medio.
Saco el móvil para ver si hay algún mensaje. El móvil está sin pilas. Vete a saber desde cuándo. Vuelvo a casa con intención de recargar el teléfono. En el portal me fijo en que el buzón está lleno. Las cartas y la propaganda se salen por arriba como si el buzón quisiera vomitar. Saco todos los papeles y tras recogerlos las dos veces que se me han caído al suelo, subo al primer piso por la escalera. Abro la puerta y reviso todo el correo. A medida que miro los recibos, los avisos de multa, la propaganda electoral, voy tirando al suelo todo lo que no me interesa. Por último, sólo me queda una carta del tío Aquiles. La abro por puro cariño. Pero aparte de, como siempre, pedir dinero, no dice nada nuevo. Echo la carta al suelo por no separarla de las demás y me fijo en un catálogo de Carrefour que antes había descartado. En una esquina, escrita a mano, hay una nota que me llama poderosamente la atención: Dejanos en paz.
Me indigno. Me quedo sobrecogido. No lo puedo soportar. Han escrito “déjanos” sin tilde.  Los merceros, o quienes sean, no se molestan en poner tildes. ¿En qué mundo oscuro me he metido? Además, y ahora no hay duda, han raptado a Lilí.
Cargo el teléfono mientras veo varios reportajes interesantísimos en el canal Historia. Luego me paso al Discóvery y mientras contemplo cómo se fabrican los tenedores me acuerdo del teléfono. Lo cojo y miro los mensajes. Tengo veinte sin abrir. Todos son tonterías excepto el último que es de Lilí. Sólo pone “Scrro”. Anda que también, ya podía escribir como Dios manda. No hay manera.

VI

No puedo buscar a Lilí por todo Madrid. Una corazonada me lleva a que la clave de todo está en la primera mercería. Tengo que vigilarlos sin que ellos me vigilen. Esto es difícil porque ya me tienen visto, por eso ha raptado a mi mujer o mi ex-mujer o lo que sea en estos momentos. El disfraz de artesano espeso ya no me vale. Está mugriento por la lluvia, por la mierda que tenía de origen y porque lo he metido en una bolsa de basura y ahora se debe de estar pudriendo. De cualquier forma no soporto las rastas ni tanta porquería. Pienso en otro disfraz pero no se me ocurre nada. Mientras miro en la tele cómo se mete el caramelo en los bombones rellenos, mi vista se fija en el violonchelo que descansa en un rincón de la salita. Lo tengo abandonado desde que no me sale el preludio de la suite número uno de Bach. Tendría que practicar más. Entonces se me enciende una luz en el cerebro. Voy a matar varios pájaros de un tiro.
Como últimamente ando mal de fondos, necesito ingresar algo de dinero. Todo se debe a un asunto de retención de empleo y sueldo en mi trabajo por un problema que no viene al caso. La realidad es que últimamente no cobro. Además tengo que practicar la suite de Bach. Por último, es necesario que vigile la mercería. La conclusión es clara. Me voy a disfrazar de músico. Busco la camisa negra y los tirantes blancos. Encuentro el sombrero. Dejo que me crezca la barba. Me miro al espejo pero la barba apenas ha crecido. Decido que la barba puede ir creciendo mientras hago otras cosas.
Cuando estoy preparado para salir a la calle empieza, de nuevo a llover. El plan debe aplazarse. No puedo sacar el chelo a la calle si está lloviendo. Mientras espero a que deje de llover, compruebo que tengo unas monedas sueltas y dejo que la barba siga creciendo.
Por fin se ha despejado el cielo. Paso por un bazar chino y compro una silla plegable que dejo a deber. Me dirijo a la calle de la mercería. Enfrente, junto a la puerta del bar, hay una pared estupenda. Saco el atril, el chelo y la partitura. Me siento en la silla plegable, echo las monedas que traía preparadas en la caja del chelo y empiezo a tocar. Pasa bastante gente pero no me echan ni un céntimo. No hay misericordia en este mundo. De repente, sospecho que no doy pena porque voy muy limpito. Tengo que hacer algo que ablande los corazones. Ya lo sé. Saco la pipa y la enciendo. A partir de este momento, la gente me mira con cara de pena. Rápidamente, para no contagiarse por el humo, dejan caer unas monedas en el estuche. Al poco rato el estuche se llena de monedas y entro al bar a cambiar. Sigo tocando y sigo observando, mientras el estuche se llena de nuevo. En la mercería no entra ni un cliente.
El del bar dice que no me cambia más, que ya no le queda. Total, no pueden ser más de dos mil euros lo que me ha cambiado. Le pido una bolsa de plástico y voy echando en ella las mondas sobrantes. Hay un sol sostenido que no termina de salirme bien. Miro al estuche repleto de monedas. Entre ellas, alguien ha echado una piruleta de fresa. Levanto algo la vista y veo dos rodillas y por encima una falda a cuadros escoceses. Sigo mirando hacia arriba  y las rodillas y la falda se completan con la chiquilla que había descubierto la disposición de las cajas.

- ¿Qué haces aquí? – me pregunta ella.
- Entre otras cosas, me dejo crecer la barba. – Contesto. Y ella se ríe.

VII

A las ocho en punto de la tarde el mercero ha vuelto a salir cargado de cajas. Esta vez no le sigo. El violonchelo más el atril, la silla plegable, Paula, que así se llama la chica, y la desmesurada carga de monedas podrían delatarme. Regresamos a casa. Paula carga con el violonchelo mientras yo arrastro la bolsa con monedas. Ella dice que no sube. Lo encuentro natural. Así que me espera en el portal. Subo las monedas y luego bajo a por el violonchelo. Vuelvo a bajar y le invito a un helado en la heladería de la esquina que realmente no está en la esquina.

- Han raptado a mi mujer – le digo mientras veo como engulle un helado de chocolate de los más grandes.
- Normal. Igual que con mi padre.
- En mi caso, creo que se trata de una venganza o de una extorsión. Deben de tenerme vigilado – digo mientras enciendo la pipa después de comprobar que en la terraza no hay nadie sentado más que nosotros.
- ¿Tú por qué te metiste en esto?
- Por una cremallera de quince centímetros – contesto. Y luego añado – negra.
- Mi padre es periodista. Estaba haciendo un trabajo de campo. ¿Puedo pedir otro helado?
- Puedes.
- Hay que entrar en la trastienda pero yo no me atrevo.
- Yo sí – digo tontamente porque la realidad es que yo tampoco me atrevo.
- De día es imposible – dice la colegiala dando por hecho que es verdad que me atrevo a entrar en ese garito.
- Entonces, tendrá que ser de noche.

Mientras estamos en esto, me fijo en que un tío bajito nos hace una foto. Como no es japonés me mosqueo. Sin embargo lo dejo estar, no sea que el canijo lleve una navaja. Pensando en navajas, creo que ya sé a quién puedo recurrir. Lo bueno de ir de pequeño al colegio es que luego tienes amigos de todas las calañas.

- Iré a ver a un amigo – digo – creo que nos puede ser útil.
- Vale, – dice ella – yo me marcho al colegio.
- ¿A qué horas vas tú al colegio? – Pregunto pensando en que ya se va a hacer de noche.
- Vivo en un internado.
- Ah, claro.
- Ya te veré – dice ella levantándose. Hay un tono en su voz al decir esto que me resulta extraño. Es como si dentro de la chiquilla hubiese una persona más mayor. Aunque también puede que todo sean imaginaciones mías. Últimamente, no hago más que ver fantasmas por todas partes. Mientras estoy dándole vueltas a la voz de Paula, ella ha desaparecido con la misma rapidez con la que suele aparecer.